Tras el estresante slalom en ciclomotor por las estrechas calles de la ciudad, llegamos a nuestro destino. No nos engañó nuestra improvisada agente turístico, el local se encontraba literalmente en la zona del mercado. Concretamente escondido tras los puestos callejeros, donde, incumpliendo toda posible norma sobre manipulación de alimentos, se comerciaba con todo tipo de carne animal, incluyendo la de perro y exhibiendo macabramente las cabezas de éstos. El lugar era una especie de ¨salón de belleza¨ donde ofrecían desde un corte de pelo hasta los mencionados masajes. El suelo de cemento desgastado, las paredes desconchadas, el antiguo mobiliario y las descoloridas fotos de modelos con peinados de los 80, le hacían encajar perfectamente con los destartalados tenderetes del mercado que se veían al otro lado del escaparate. A pesar de ello, y tras inspeccionar la sala donde se encontraban las camillas, decidimos seguir adelante, ya que el lugar era básico pero limpio, y además, porque al estar situado en la zona peatonal de la ciudad, la otra alternativa era volver caminando al hotel.
El masaje cumplió con las expectativas, siendo tan cutre como el establecimiento. Las masajistas no paraban de hablar entre ellas, la mía hasta tarareaba las canciones que ella misma seleccionaba en su móvil, y en general, más que haciendo un masaje, parecía que estaban amasando una pizza. Sus dedos eran tan delicados que ni el aceite aromático disimulaba que sus endurecidas yemas tenían la textura de una lija del nº 40. Para finalizar con su repertorio de friegas, la señora que me atendió me masajeó el rostro, algo que no me habían hecho hasta entonces. El arco de las cejas, los laterales nasales, los mofletes, la barbilla, e incluso la zona del bigote. Llegado a ese punto la sensación fue muy extraña, ya que como parte del servicio de aromaterapia, yo había pedido aceite de lavanda. Sin embargo, cuando sus dedos acariciaron las proximidades de mis orificios nasales, percibí un olor intenso y bastante desagradable que no llegué a identificar, pero que ciertamente no era el del aromático espliego.
Al día siguiente continuamos con nuestro deambular por la ciudad y por casualidad acabamos pasando por las concurridas callejuelas del mercado. En las proximidades del ¨salón de belleza¨ de la tarde anterior, me pareció ver atendiendo en uno de los puestos del mercadillo a la señora que me hizo el masaje. Efectivamente era ella, ya que cuando me vio, me saludó balanceando el gran cuchillo que tenía en su mano, y que seguidamente, lo abalanzó bruscamente a modo de hacha contra el salmón que aguantaba con la otra mano, al que le cercenó de un tajo la cabeza, y tras lo cual, le extrajo las vísceras.