martes, 17 de julio de 2012

Aromaterapia

Hace unos meses nos embarcamos en nuestro particular “Vietnam Express”. En tan sólo 9 días recorrimos de norte a sur ese reducto de comunismo desgastado. Unos 1.500 kilómetros en los que posiblemente utilizamos todos los medios de transporte disponibles. Entre muchas de esas actividades locomotoras, caminamos por las montañas de Sapa, navegamos por las aguas de la impresionante Ha Long Bay, “turisteamos” en moto por la ancestral Hue, pedaleamos hasta las playas de Hoy An y visitamos en rickshaw la capital Ho Chi Minh. Durante esos días, Willy Fog se convirtió en nuestra inspiración.

Sapa Ha Long Bay Rickshaw

En el ecuador de nuestra ruta, hicimos escala en Hoy An. Una pequeña ciudad a orillas de río Thu Bồn, donde, a base de degastar suela por sus calles peatonales, el reto es ir descubriendo sus fascinantes rincones. Pagodas, casas museo, tiendas de artesanía, casas de té y mercadillos hicieron de estaciones en nuestro ajetreado tren de visitas. Al caer la tarde, exhaustos, decidimos volver al hotel para darnos un respiro hasta la actuación de danzas locales que tendría lugar dos horas más tarde. Durante el trayecto, valoramos la alternativa de descansar disfrutando de un masaje, ofrecidos ampliamente en la mayoría de países asiáticos. Como no acertábamos a localizar ninguna de esas típicas casas de masajes, acabamos preguntando a una de las dependientas de los múltiples y variopintos puestos ambulantes. Al parecer, era nuestro día de suerte, precisamente su hermana tenía un local de masajes en la zona del mercado, a una media hora andando. La avispada chica enseguida dedujo por nuestra expresión que no estábamos dispuestos a emprender tal caminata, y nos ofreció, como parte del acuerdo, el transporte en moto hasta el lugar. Su simpatía y ganas de ayudar vencieron nuestra inicial reticencia y terminamos por aceptar el trato.

Tras el estresante slalom en ciclomotor por las estrechas calles de la ciudad, llegamos a nuestro destino. No nos engañó nuestra improvisada agente turístico, el local se encontraba literalmente en la zona del mercado. Concretamente escondido tras los puestos callejeros, donde, incumpliendo toda posible norma sobre manipulación de alimentos, se comerciaba con todo tipo de carne animal, incluyendo la de perro y exhibiendo macabramente las cabezas de éstos. El lugar era una especie de ¨salón de belleza¨ donde ofrecían desde un corte de pelo hasta los mencionados masajes. El suelo de cemento desgastado, las paredes desconchadas, el antiguo mobiliario y las descoloridas fotos de modelos con peinados de los 80, le hacían encajar perfectamente con los destartalados tenderetes del mercado que se veían al otro lado del escaparate. A pesar de ello, y tras inspeccionar la sala donde se encontraban las camillas, decidimos seguir adelante, ya que el lugar era básico pero limpio, y además, porque al estar situado en la zona peatonal de la ciudad, la otra alternativa era volver caminando al hotel.

El masaje cumplió con las expectativas, siendo tan cutre como el establecimiento. Las masajistas no paraban de hablar entre ellas, la mía hasta tarareaba las canciones que ella misma seleccionaba en su móvil, y en general, más que haciendo un masaje, parecía que estaban amasando una pizza. Sus dedos eran tan delicados que ni el aceite aromático disimulaba que sus endurecidas yemas tenían la textura de una lija del nº 40. Para finalizar con su repertorio de friegas, la señora que me atendió me masajeó el rostro, algo que no me habían hecho hasta entonces. El arco de las cejas, los laterales nasales, los mofletes, la barbilla, e incluso la zona del bigote. Llegado a ese punto la sensación fue muy extraña, ya que como parte del servicio de aromaterapia, yo había pedido aceite de lavanda. Sin embargo, cuando sus dedos acariciaron las proximidades de mis orificios nasales, percibí un olor intenso y bastante desagradable que no llegué a identificar, pero que ciertamente no era el del aromático espliego.

Al día siguiente continuamos con nuestro deambular por la ciudad y por casualidad acabamos pasando por las concurridas callejuelas del mercado. En las proximidades del ¨salón de belleza¨ de la tarde anterior, me pareció ver atendiendo en uno de los puestos del mercadillo a la señora que me hizo el masaje. Efectivamente era ella, ya que cuando me vio, me saludó balanceando el gran cuchillo que tenía en su mano, y que seguidamente, lo abalanzó bruscamente a modo de hacha contra el salmón que aguantaba con la otra mano, al que le cercenó de un tajo la cabeza, y tras lo cual, le extrajo las vísceras.