Hasta aquel incidente no me había fijado, pero tras un interesante ejercicio de observación me di cuenta de que no le faltaba razón. En algunos casos el puente nasal entre los ojos de los asiáticos es prácticamente inexistente, como si se lo hubieran hundido hacia dentro. Sus aparatos olfativos tienden a ser más anchos que altos y hay casos extremos en los que el par de orificios parecen una escopeta recortada apuntando amenazadoramente.
Ya me olía yo que no sería la última vez que iba a recibir comentarios de ese tipo y pronto me di de narices con ellos. Así, la parte exterior de mis fosas nasales ha sido objeto de piropos por parte de recepcionistas de hotel, camareros y masajistas, entre otros. Al principio hice el esfuerzo de tomármelos como una demostración de cierta envidia sana, pero acabaron por hacerme sentir como Góngora al leer el famoso soneto de su gran “amigo” Quevedo, y he de reconocer que llegaron a tocarme las narices.
Uno de estos episodios tuvo lugar en Tioman, una isla de Malasia en la que hicimos un curso de submarinismo. Cuando llegó la hora de repartir las máscaras de buceo, el monitor, que previamente ya nos había mostrados sus dotes de orador chistoso, me miró y me dijo: “Mmm... con esa nariz creo que vamos a tener problemas para encontrar una máscara que te sirva”, y para redondear la gracia continuó con: “Quizás, hasta necesites dos botellas de oxigeno, ja, ja”. Me giré hacia mi mujer y le susurré: “Ya estamos otra vez, ¡este tío es un tonto de las narices!”. Lo más gracioso es que lo decía en serio. Cuando se acercó para darme a probar algunas de ellas, la mayoría eran de tallas pequeñas. Me propuso unas antiguas y horribles gafas de buceo, aquellas que tenían un único cristal ovalado, a lo que me negué rotundamente. Asomé la nariz a la caja de las máscaras y me probé un gran número de ellas. El instructor no paraba de meter las narices en mi proceso de selección, desaconsejándome el uso de todas y cada una de mis elecciones, hasta que finalmente acabó por hincharme las narices y decidí ignorarlo. Elegí unas con un toque moderno que me quedaban de narices, bueno, a decir verdad, un poco ajustadas.
Nos sumergirlos en el cálido mar de la China, donde durante unos 45 minutos descubrimos coloridos peces tropicales, tortugas marinas y espectaculares arrecifes de coral. En ese intervalo de tiempo la presión hidrostática empujó de forma implacable la máscara contra mi rostro y para cuando salimos del agua el dolor en la parte superior de mi apéndice nasal era casi insoportable. A pesar de lo que evidenciaba mi enrojecida zona inter-ocular, sufrí el dolor en silencio para proteger mi hemorroidal orgullo. Y todo por usar unas gafas de buceo que, a pesar de los reiterados avisos, decidí ponérmelas por narices.