viernes, 21 de diciembre de 2012

¡Vaya marrón!

Aviso: La siguiente historia puede herir la sensibilidad de ciertas personas, y la de algunas otras, todo lo contrario.

Mi jefe estaba muy contento porque habíamos conseguido un pedido de seis millones de anzuelos para un cliente gallego. Estos se utilizan en la pesca comercial de la merluza, y debíamos entregar cada uno de ellos con sus correspondientes dos metros de sedal. En mi última visita a la tierra del marisco, el comprador me había enseñado como atar el hilo al anzuelo, y por ello, mi jefe me colgó la etiqueta de experto en nudos de pesca. Como tal, mi siguiente labor sería trasmitir ese conocimiento a las escuadrillas de mujeres de la china rural que, con sus endurecidas manos, se encargarían de realizar los millones de diminutos nudos.

Ya llevaba unos días en la ciudad de China donde la empresa para la que trabajo tiene una de sus fábricas. Por suerte soy omnívoro, en el amplio sentido de la palabra, y me adapté bien a las costumbres culinarias del lugar. Cada día desayunábamos los típicos noodles ―sopa de fideos largos― en un cochambroso local que no cumpliría ni una sola de las normas europeas de manipulación de alimentos. A mediodía, las comidas siempre tenían lugar alrededor de una mesa circular con su característica plataforma giratoria, donde multitud de platos circulaban al ritmo del apetito de los comensales. Curiosamente, siempre nos proveían a cada uno con un plato, un vaso y un bol plastificados conjuntamente. Me explicaron que esto era por motivos higiénicos, ya que nadie se fía de que los puedan lavar bien en los restaurantes. No considerándolo suficiente, una vez liberados del film, y para acabar con todo posible rastro de bacterias, los enjuagaban con el agua caliente de una gran tetera. El multicolor tiovivo alimentario solía estar compuesto por una gran sopera central, diferentes tipos de verduras, tofu, arroz, carnes y un pescado con todo su cuerpo presente. Excepto este último, todos ellos se presentaban troceaditos para facilitar su captura con los populares palillos chinos, sin embargo, como si fueran rapaces famélicas, al pobre pez lo picoteaban indiscriminadamente con los palillos.

       Mesa china    Platos plastificados

Aquel día nos tocaba desplazarnos a algunas de las aldeas más lejanas, donde tendríamos que instruir a diferentes grupos de hortelanas en el arte del atado del anzuelo. Después de uno de los mencionados ágapes, y tras casi una hora por enrevesados y bacheados caminos, llegamos al lugar de nuestra tercera formación del día. Las amables campesinas siempre me recibían sonrientes y atendían con gran interés a todas mis explicaciones. Después de todo, yo era el “experto” que les iba a enseñar lo que les permitiría ganarse unos yuanes extra, muy pocos, poquísimos por pasarse jornadas enteras anudando miles y miles de anzuelos. Llegamos a la fase de prácticas, las aplicadas señoras me mostraban sus avances, y yo les contestaba con un hen hao (muy bien) o con una mueca que les indicaba que tenían que seguir practicando.

Atando
Había sido un día muy largo, y a esta última sesión llegué algo mareado y con cierto malestar, que yo se lo achaqué a los ajetreos del camino. Sin embargo, al igual que los temblores previos a una gran erupción volcánica, mis entrañas comenzaron a rugir y de repente recordé que había olvidado el Fortasec en la habitación, siempre imprescindible en los viajes a China. El tema avanzó rápido, ya se sabe como son estas cosas, y le pedí a mi compañero, que hacía de traductor, que preguntara donde estaban los lavabos. El me miró con cara de sorpresa y me dijo: ¿Aquí quieres ir al servicio? Yo le contesté que era una urgencia, así que él habló con la encargada y me indicó que la siguiera. Para mi sorpresa, salimos de la casa, atravesamos el huerto trasero, cruzamos la valla por la pequeña verja posterior y fuera del recinto me encontré con las excepcionales instalaciones. Disimulé mi estupor y le di las gracias a mi guía, que se retiró y me dejó ante el gran dilema. Era una destartalada caseta, con un aspecto superlativamente mugriento y sin ningún tipo de puerta o cortina que pudiera proporcionar la deseada intimidad para esos menesteres. Más que lo que era, parecía el acceso a unas tenebrosas mazmorras medievales. Sólo de verla, mi estado empeoró y al cuadro sintomático se unieron las nauseas. El dilema en realidad no era tal, ya que como hubiera dicho el mismísimo Jack Bauer para justificar lo injustificable: “I don’t have any other choice” (No tengo otra elección). Así que me armé de valor y me aproximé hasta la entrada de la garita.

Lavabo
Desde allí el panorama rozaba el surrealismo. Evidentemente no esperaba encontrarme una inmaculada taza de váter, pero aquello superó todas mis posibles elucubraciones. El habitáculo estaba dividido por una pequeña zanja de menos de un palmo de profundidad que continuaba hacia el exterior por debajo de la pared trasera. La regata hacía de “blanco” a la hora de disparar las deposiciones, de eso no quedaba duda, ya que los proyectiles de los anteriores tiradores yacían en ella, configurando una esperpéntica línea de múltiples cromatismos pardos. Los retorcijones se intensificaron y a pesar de la comprometida situación, en mi mente surgió un inesperado empuje de optimismo antes de ponerme en acción, y éste fue que por suerte era invierno y no había rastro de mosca alguna revoloteando. La siguiente convulsión intestinal bloqueo toda mi actividad cerebral y me urgió a posicionarme intentando evitar contacto alguno con el entorno. Ya en cuclillas, no quise mirar hacia abajo, pero el intenso hedor no me permitía olvidar todo lo que allí reposaba. Al borde del desmayo hice mi contribución con tonos pastel a la impresionista obra. Fue una experiencia límite pero, como en toda película de terror, cuando las cosas parece que no pueden empeorar… ¡van y lo hacen! Una vez hube terminado, me di cuenta de que la urgencia de la situación no me permitió anticiparme a las necesidades post actum ¡No tenía papel! Busqué infructuosamente con la mirada en todos los rincones de la roñosa chabola ¡Vaya marrón! No encontré ni rastro de nada que pudiera servirme para superar la situación. Sumido en la desesperación, adopte la posición de El pensador de Rodin pero situando la mano en mi frente, cuando de repente, escuché unos gritos cada vez más próximos de una voz femenina. Me quedé inmóvil, inanimado, inerte e incrédulamente expectante ante lo que iba a suceder. Apareció ante mí la señora con un rollo de papel higiénico en la mano. Mi rostro hizo una inmediata transición de una enfermiza palidez a un intenso rubor. Con toda naturalidad, ella estiró el brazo ofreciéndome el preciado presente y yo, mientras me encogía de vergüenza hasta prácticamente desvanecerme, hice lo propio para recogerlo.

Una vez concluido el incidente y mientras me alejaba del lugar de los hechos, me giré y dirigiendo mi mirada hacia el lúgubre retrete, me prometí que aquello quedaría por siempre jamás entre la mujer, él y yo… y que nunca le contaría a nadie lo que allí había acabado de suceder.